jueves, 11 de junio de 2009
ATENTADO HACIA CARRERO BLANCO
Llovizna en Madrid, se está mal en la calle. Los dos electricistas (etarras), con los monos sucios de barro, apoyan la escalera en la fachada del número 104 de la calle de Claudio Coello y, con gesto de fastidio, empiezan a tender unos cables en la pared, hacia la esquina con Diego de León. Los porteros de los inmuebles vecinos se asoman, preguntan para qué es todo aquello. Ellos dicen que en el sótano del 104 hay un escultor que necesita potencia industrial.
Los dos electricistas (etarras) conectan un extremo del cable a una batería y comprueban que el mecanismo funciona. Luego se van a desayunar a la cafetería "Chikito". A eso de las 8:30, otro electricista (etarra) estaciona un Austin Morris 1300 en doble fila, exactamente delante del número 104 de Claudio Coello. Quien quiera pasar por allí tendrá que reducir la velocidad si no quiere rayar la pintura del coche. Más o menos a esa hora, el presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco, se dispone a salir de su casa, en la calle de los Hermanos Bécquer. Sube a su Dodge-Dart negro y blindado, matrícula PMM-16416, y se dirige a la cercana Iglesia de los Jesuitas de Serrano para oír Misa de nueve. Lleva haciéndolo exactamente así desde hace años.
El presidente ocupa el tercer banco del templo. Como siempre. Comulga, también como siempre, y sale de la Iglesia a las 9:25. En ese instante, un electricista (etarra) aguarda en la esquina de Claudio Coello con Diego de León, observando sin pestañear lo que pasa en la primera de esas dos calles. Otro etarra espera en la esquina de enfrente con una cartera en la que se oculta un dispositivo eléctrico.
El coche del Almirante dobla la esquina de Juan Bravo con Claudio Coello. Regresa a su domicilio. Como todos los días. Le sigue otro Dodge-Dart con los escoltas. El automóvil de Carrero Blanco se detiene unos segundos para permitir que una mujer, que lleva de la mano a una niña pequeña, cruce la acera. El chófer del Presidente, José Luis Pérez Mógena, se da cuenta de que hay un coche pequeño aparcado en doble fila hacia la mitad de la calle: acciona el intermitente derecho y reduce la velocidad para pasar sin rayar la carrocería.
El electricista (etarra) que lleva el dispositivo eléctrico oye la voz nerviosa de su compañero etarra: "¡Ahora!", y acciona el mecanismo. El conductor del coche que va detrás del Dodge-Dart de Carrero se queda lívido al ver cómo la calle, la calzada gris, se pone literalmente de pie delante de su parabrisas. Todo tiembla y se oye un ruido sordo, como un trueno lejano, que dura dos o tres segundos. El conductor mete la marcha atrás y, cuando está a punto de retroceder, cae sobre su vehículo un infierno de piedras, cascotes, ladrillos y trozos de asfalto, que hiere a uno de los escoltas que van en el asiento de atrás. El Dodge Dart negro en el que viajaba Carrero Blanco se elevó a una altura de 20 metros pese a sus 2.300 kilos de peso. Al mismo tiempo, los electricistas (etarras) echan a correr hacia Diego de León. Los pocos transeúntes que se asoman a ver qué ha pasado se cruzan con ellos y les oyen gritar: "¡Gas, gas! ¡Ha sido el gas!". Los electricistas (etarras) suben a un coche en marcha y desaparecen.
El Padre Jiménez Berzal, jesuita, llega a la carrera, con los Santos Óleos, a la terraza en donde ha caído el Dodge-Dart. Ve que, entre el amasijo de hierros, asoman dos manos; les da la extremaunción a toda prisa, sin saber de qué o de quiénes se trata. Luego vuelve al edificio y se tropieza con otros jesuitas y con dos hombres que suben las escaleras a todo correr. Uno es el inspector Alonso, de la escolta presidencial. El otro viene ensangrentado. Alonso grita: "¡Policía!" y se abre paso a empujones. Y un segundo después, al ver lo que queda del coche que sigue humeando en la terraza, con las ruedas hacia el cielo, se le quiebra la voz: "¡Y ése es el coche del Presidente!". Minutos después llegan los bomberos y, con mucho esfuerzo, sacan a los tres ocupantes. Alguien se fija en que el intermitente derecho del vehículo no ha dejado de funcionar.
Una ambulancia llega a la clínica Francisco Franco con las tres víctimas. Una vive aún: es el chófer, José Luis Pérez Mógena, que dura apenas unos minutos más. Los otros dos, el inspector Bueno (escolta del Almirante) y el Presidente del Gobierno, llegan ya muertos. Carrero está pálido y con un leve color violáceo, pero no sangra ni muestra heridas graves. Tan sólo las piernas llaman la atención: tiene los pies colocados en una posición imposible, retorcidas hacia atrás, como las de un muñeco roto por la crueldad de un niño, pero no parece ocurrirle nada más. Sin embargo, cuando el Director de la Clínica, Manuel Hidalgo, apoya levemente su mano sobre el pecho del Presidente, el tórax cede "como si estuviese vacío debajo del abrigo", dice el médico. Carrero ha muerto en el acto, literalmente reventado por dentro.
El Vicepresidente del Gobierno, Torcuato Fernández-Miranda, llega al Palacio de El Pardo para darle a Franco la noticia. El Generalísimo se estremece en silencio. No dice una sola palabra.
Fueron acusados de aquel asesinato los etarras José Ignacio Abaitua Gomeza "Marquín", José Miguel Beñarán Ordeñara "Argala", Pedro Ignacio Pérez Beotegui "Wilson", Javier María Larreategui Cuadra "Atxulo", José Antonio Urruticoechea Bengoechea "Josu" y Juan Bautista Eizaguirre Santiesteban "Zigor", todos ellos refugiados en Francia y, en aquella época, protegidos por este país.
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